Educar y hacer justicia para que las tragedias no se repitan

Sobre el rol clave de las mujeres en la reconstrucción de Ruanda

10 noviembre 2019
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Abril es para Ruanda el mes de la memoria. Es el período en que vuelven a doler las cicatrices del genocidio que comenzó el 7 de abril de 1994 y dejó un saldo de casi un millón de muertos. La mitad de esa cifra fueron mujeres y niños.

Abril es el mes de la memoria mucho más este año, en que el pequeño país africano conmemora el vigésimo quinto aniversario de una masacre inenarrable, a cuyo término -cien días más tarde- absolutamente todo constituía una prioridad.

¿Por dónde se empieza a reconstruir un país destrozado, sembrado de cadáveres sin enterrar y con sobrevivientes que se sienten culpables por estar vivos? Por la educación y la justicia.

Ruanda tuvo que atender todos los frente al mismo tiempo y buscar soluciones propias. En la justicia, por ejemplo, mientras echaba a andar en la vecina Tanzania el Tribunal Penal Internacional, que integré, para juzgar a los acusados de genocidio, Ruanda se dio a sí misma tribunales llamados gaçaças, formados en su mayoría por los miembros más respetados de cada comunidad, y cuya responsabilidad era imponer penas a los acusados de matanzas que hubieran sido reconocidos por los vecinos sobrevivientes. Las gaçaças más efectivas fueron las integradas por mujeres sobrevivientes, algo inédito si se tiene en cuenta que estos espacios solo podían ser ocupados por hombres.

Al final de la masacre, el setenta por ciento de la población sobreviviente era femenina, cifra que dos años más tarde descendió al 53,7 por ciento con el regreso de refugiados de los vecinos países de Tanzania, Burundi y la República Democrática del Congo.

En la reconstrucción del país, las mujeres ocuparon un lugar clave tras haber vivido la peor parte. Se calcula en doscientas cincuenta mil las que fueron sometidas a abusos sexuales, violaciones y contagiadas con el virus de VIH durante la matanza. Que las mujeres tuvieran un papel destacado en la reconstrucción del país y en la posterior reconciliación, un proceso lento y doloroso, fue una política de Estado basada en la necesidad. Fue una medida audaz teniendo en cuenta la constitución patriarcal de la sociedad ruandesa.

En esa tierra devastada fueron las sobrevivientes tutsis y hutus quienes asumieron -no sin desgarro y rabia- la reconstrucción de sus casas y de las escuelas, y sobre todo, la restauración de los vínculos entre ambas etnias. La Red de Mujeres Ruandesas ( Rwanda Women Network) recoge decenas de casos en los que, aun cargando el lastre de las violaciones y las mutilaciones, se unieron para sacar adelante a una sociedad que se propuso educar para no repetir la historia. Y hay respetadas publicaciones que lo destacan.

Fueron numerosos los esfuerzos femeninos en la construcción de una cultura pacífica que dejara atrás los horrores del genocidio. Las mujeres no solo se abocaron a levantar sus casas y las escuelas para sus hijos, sino que también tuvieron que hacerse cargo de los miles de huérfanos sin hogar que la tragedia había dejado. Promover la igualdad de género en la nueva Constitución le dio a la mujer un mayor empoderamiento.

Para hacer sustentables la paz y el desarrollo, ellas fueron protagonistas de una reconstrucción no solo material, sino sobre todo moral y social en la comunidad ruandesa. Fue en esa etapa posterior al genocidio que recuperaron el espacio que habían tenido en la etapa precolonial, durante la que habían jugado importantes roles en la esfera pública.

Para 2001 la tasa de alfabetización de las mujeres alcanzaba el 47,8% sobre el 58,1% de los hombres. Y aunque las tasas de abandono escolar o rendimiento son aún mayores entre las chicas que entre los chicos, las que perseveraron en las últimas dos décadas y media se convirtieron en líderes de comunidades, de organizaciones no gubernamentales y alcanzaron puestos de decisión en los tres poderes. Aunque muchas de sus contribuciones en la reconstrucción de Ruanda han permanecido invisibilizadas, a estas alturas existen documentos y registros que recogen testimonios y acciones del compromiso con que las ruandesas asumieron el papel que la historia les concedió sobre los escombros de la tragedia.

Funcionarias de la Agencia de la ONU para la Mujer y de ONG extranjeras -que confluyeron en Ruanda para la reconstrucción del país- resaltan el rol de las ruandesas de una y otra etnia en iniciativas de cooperación para autosustentarse, ya que la mujer es la que sostiene la mayor parte de la producción tealera del país y en muchos casos es jefa de hogar. Una tarea monumental, imposible de comprender en su magnitud, cuando no se ha vivido una tragedia semejante.

A veinticinco años del genocidio, Ruanda quiere ser vista como un ejemplo de estabilidad y prosperidad. Quizá siguiendo el reciente discurso de su presidente, Paul Kagame, el verde país africano ya comprendió que hay ciertas cosas que tiene que conseguir por sí mismo para poder buscar asociaciones con el resto del mundo. En esa tarea silenciosa de reconstrucción a cargo de las mujeres hay que buscar el carácter forjado por Ruanda en las últimas dos décadas y media.

Además de trabajar por la verdad, la memoria y la justicia, las ruandesas se acompañan unas a otras para sanar los horrores de una tragedia que debe recordarse cada año. Y en política alcanzan ya el cincuenta por ciento de los cargos de decisión.

Pero también se involucran en reclamar a la comunidad internacional que rechace la negación del genocidio. En un reciente panel de reflexión sobre la masacre, la historiadora y escritora ruandesa Yolande Mukagasana (autora de La muerte no me quiere y Las heridas del silencio) desafió a los miembros de cuerpo diplomático acreditado en su país a sostener un papel más comprometido en la garantía de no repetición de tragedias como la de Ruanda.

El vigésimo quinto aniversario del genocidio de Ruanda tiene que servirnos, como integrantes de la sociedad mundial, para revisar críticamente nuestros prejuicios y nuestra mirada sobre el mundo. En el fárrago de informaciones que consumimos cada día circulan además inducciones a ver realidades que desconocemos desde perspectivas sesgadas.

Pero detrás de las grandes tragedias, siempre hay gente de carne y hueso que lo pierde todo. Y el caso de las sobrevivientes del genocidio de Ruanda se trata de historias de resiliencia y coraje digno de destacarse, porque en poco tiempo aprendieron a convivir con los despojos de una tragedia que les ocasionó lesiones de por vida. Apenas si conservan la posibilidad de dejar su relato para la historia. Por ello tiene que permanecer abierta la posibilidad de que continúen haciéndolo.

“Educar y hacer justicia para que las tragedias no se repitan”, por Inés M. Weinberg, para La Nación del 29 de abril de 2019. La autora es presidenta del Tribunal Superior de Justicia de la CABA. Integró el Tribunal Penal Internacional de Ruanda.
La ilustración es de Alfredo Sabat, original del artículo.

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