En el acceso al saber no debe haber barreras objetivas ni simbólicas.Vigente

17 enero 2019
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Por Mariano Noradowski

¿Alguien puede aceptar que los niños que en la Argentina habitan en hogares pobres e indigentes merezcan vivir en esas penosas condiciones? Según el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, el 50% de los chicos no tienen acceso a bienestar, agua potable, nutrición ni vivienda adecuada, entre otros elementos esenciales. Tal vez alguien podría afirmar que los padres son responsables de la situación de sus hijos. No estoy de acuerdo, pero no hace al caso: los padres tendrán responsabilidad, pero no los hijos. Porque los chicos no eligieron nacer, y mucho menos eligieron nacer en un hogar pobre (suponemos que, con independencia del amor de sus padres, nadie optaría por sufrir y vivir con privaciones de todo tipo).

¿Qué pasa con el 50% de los chicos que no nacen pobres? Supongamos que sus padres merezcan esta posición favorable: igual que los chicos pobres, los no pobres tampoco hicieron algo para merecer nacer en hogares que se encuentran en una mejor situación. El impacto de estas condiciones heredadas en el desarrollo de los chicos es determinante para su futuro. Y es desolador comprobar que son desiguales solo por azar, por dónde les tocó en suerte nacer. En los sectores aventajados, el entorno evita el hambre y las enfermedades y brinda un ambiente más rico en experiencias y conocimientos, lo que impacta positivamente en el capital cultural del niño. Por el contrario, la mitad pobre –por lo general– no posee beneficios familiares y se verifica la transmisión intergeneracional de la pobreza: de padres pobres se esperan hijos pobres.

Ni unos ni otros niños merecen la suerte que les tocó: sus vidas serán radicalmente diferentes por una desigualdad de origen. ¿Una sociedad democrática debe consentir estas desigualdades? ¿O las debe corregir? Pertenezco al Proyecto Pansophia, un movimiento global que diseña presentes y futuros posibles para la educación. Los pansophianos sostenemos que todo el saber humano es para todos los seres humanos. El acceso al saber no debe tener barreras objetivas ni simbólicas. Además, la desigualdad no merecida trae cuatro consecuencias:

1 Se consolida una organización social con mucha influencia hereditaria y restringida movilidad social. 2 Se genera un incentivo en el 50% más ventajoso para que el otro 50% no desarrolle su capacidad.

3 La conciencia del 50% más rico acerca de lo inexorable de su posición ventajosa puede promover conductas improductivas, lo que llamamos “estar hecho”.

4 La conciencia del 50% más pobre de lo inexorable de su posición desventajosa puede promover conductas violentas, lo que llamamos “estar jugado”.

Por lo tanto, una sociedad democrática debe corregir las desigualdades de cuna, para que el esfuerzo y la creatividad regulen nuestras vidas por sobre el azar. En una sociedad democrática, la opción es distribuir recursos y conocimientos desde los sectores beneficiados por el azar hasta los sectores perjudicados por el azar, emparejando una cancha despareja, y así revertir las circunstancias desfavorables por haber nacido en un lugar y no en otro. Uno de los mecanismos centrales de redistribución es el financiamiento y la provisión de educación escolar de alta calidad.

Durante el siglo XX se debatieron tres soluciones de redistribución para la educación. Una consiste en que el 50% más favorecido transfiera recursos en forma voluntaria por medio de donaciones, beneficencia, etc. Pero el altruismo no es efectivo en un contexto de recursos escasos en el que los sectores más aventajados tienen incentivos para mantener posiciones dominantes y consolidar desigualdades de origen. Otra opción es que el acceso a la escuela dependa del mercado a partir de las acciones libres de los particulares. Pero aun suponiendo padres en la pobreza que valoren mucho la educación y hagan los máximos esfuerzos para la formación de sus hijos, con sus propios recursos jamás conseguirán financiar una escuela ni parecida a aquella a la que asisten los del 50% más rico.

Por lo tanto, descartados altruismo y mercado solo queda el Estado, que involucrándose en la educación con recursos financieros adecuados y una provisión inteligente y respetuosa de lo diverso puede garantizar un sistema educativo para todos los habitantes. Y si el Estado no lo hace, ni siquiera es factible la existencia de un sistema educativo que pretenda garantizar a todos los niños la asistencia a la escuela.

El problema en países como la Argentina –y en otros aún más pobres– es que sus estructuras decisorias se han mostrado incompe- tentes para resolver satisfactoriamente esta trama redistributiva, ya que los recursos estatales son insuficientes y están muy mal asignados. Y si bien es mucho lo que la humanidad ha avanzado, solo los sistemas educativos de un pequeño puñado de países altamente desarrollados han alcanzado plenamente los postulados igualitarios de la educación moderna. De hecho, los Objetivos para el Desarrollo Sustentable de la Unesco –avalados por todos los países del mundo– se han replanteado estas metas básicas para 2030, en un desafío tan loable y necesario como difícil bajo las actuales estructuras socioeconómicas

El caso argentino es paradigmático: no hemos podido resolver los retos educacionales del siglo XX y con ese pesado déficit debemos afrontar los desafíos aún más disruptivos del siglo XXI: la escuela ya no es el ámbito monopólico y legitimado del aprendizaje y aparecen otros espacios muy efectivos, basados en redes, pantallas, datos e inteligencia artificial.

En muchos países se nota un viraje en el que sectores sociales medios y altos relativizan la importancia de la educación escolar a favor de nuevas tecnologías que aunque todavía no excluyen a las escuelas van ocupando lugares cada vez más relevantes. Y este cambio no viene de la mano de políticas públicas, sino que los mercados las van introduciendo paulatinamente. El vínculo con el conocimiento está crecientemente mediado por empresas de la red y frente a ello los gobiernos se muestran patéticamente impotentes.

En países con muchos hogares en la pobreza, este nuevo esquema conlleva la trampa del encierro: los chicos más pobres transitan su escolaridad en escuelas empobrecidas que cumplen la función de contención social y no tanto la de formación para una ciudadanía autónoma y comprometida.

En caso de profundizarse este escenario, las escuelas de la modernidad estarán condenadas a ser solo un punto de encierro para los más pobres: su función principal será el control biopolítico de niños y adolescentes pobres por medio de la trasmisión de unos pocos saberes rudimentarios a grandes masas poblacionales excluidas del trabajo formal y de la economía global

En el siglo XXI, la contraposición Estado-mercado que marcó el debate del siglo XX va quedando anticuada. El problema es otro: los pansophianos sostenemos que las nuevas tecnologías no pueden cuestionar el ideal de que todo el saber humano es para todos los seres humanos. Las nuevas tecnologías son bienvenidas, pero la Pansophia no se negocia. Este es el debate que viene.

Las escuelas de la modernidad estarán condenadas a ser solo un punto de encierro para los más pobres.

Por Mariano Narodowski, para La Nación del 18 de octubre de 2018.
La ilustración es original de la publicación.