Violencia de género: las batallas que aún están pendientes

14 noviembre 2016
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Marchar no alcanza para acabar con los asesinatos de mujeres; hacen falta políticas concretas y señalar las pequeñas muestras de machismo cotidiano

No fui a la marcha. No me vestí de negro. No cambié mi perfil en las redes sociales por una carita rosada que abre la mano como atajando el golpe y luce en la palma de la mano un corazón. «Ni una menos», se lee arriba.

No hay causa que valga uniformarse. Ni tampoco causa, por justa que sea, que no termine devorada por un sistema que ha hecho de la deglución su principal talento: entra un reclamo, sale una remera. Entra un grito, sale un eslogan. Entra una fuerza brotada del subsuelo de las cosas (el alarido de las miles de mujeres masacradas en nuestro país) y sale una plaza llena. Tranquilizadoramente llena. Que no está mal, pero tampoco alcanza. Y tal vez sea ése el verdadero peligro: sucumbir a la fuerza del espasmo. Ser -un día cada 364- la cita políticamente correcta. Sentir que «hemos hecho algo» por las muertas que se siguen apilando detrás.

«Lo esencial es invisible al Estado», dice un grafiti pintado en la cortina metálica de un garaje en Burzaco. En la imagen, El Principito, y detrás de él, el típico globo con el que en ciertos programas de computación se señalan lugares, multiplicado por decenas. Algo parecido a un globo aerostático usado para marcar sitios y cosas importantes. Dentro de cada uno de esos globos hay un perfil: el de Julio López. Bien podría haber sido el de Lucía, el de Candela, el de Milagros, el de Melina. Lo esencial es invisible al Estado.

Hubo, hace horas, una marcha multitudinaria y bajo la lluvia. Hubo también un paro de mujeres. Vi a las peluqueras de mi barrio de espaldas a los espejos, cruzadas de brazos. Los clientes también se quedaron ahí, quietos. Una muerta no asusta a nadie. Una huelguista puede que sí.

Hubo un hombre que se unió a la marcha en Chile con el torso al aire y con un cartel: «Estoy semidesnudo, rodeado por el sexo opuesto. Y me siento protegido, no intimidado. Quiero lo mismo para ellas», decía. Le tomaron muchísimas fotografías. Tantas que alguien lo reconoció. Era su ex. Debía miles de cuota alimentaria y había sido denunciado por maltrato físico y psicológico. Lo esencial es invisible a las cámaras.

Hubo también hombres que no pudieron marchar, aunque querían. En Córdoba, algunas organizaciones de mujeres decretaron que hombres y machistas son lo mismo. Y les pidieron no ir. Muchos queridos amigos se tuvieron que quedar a rumiar su bronca en casa, mientras sus esposas, novias e hijas ganaban las calles. La estupidez siempre es así de visible.

Hubo, el 3 de junio de 2015, otra marcha similar. Yo fui con Dante, mi hijo de diez años. «No pensé que fueran tantas», me comentó entonces, asombrado por la cantidad de muertas vueltas carteles. Esa misma noche, otra mujer fue asesinada. En la marcha de hace días, lo mismo: mientras un país de mujeres se manifestaba, otra murió. Otra más. Hace dieciocho meses, se mataba a una mujer cada día y medio. Hoy matan a una cada veinte horas. No pasa un solo día sin que corra la sangre.

Como dice Edgar Morin en su Breve historia de la barbarie en Occidente, «lo peor siempre es posible». Y lo peor, por estas horas, se llama Lucía. Tal vez sea eso lo que me alejó de la plaza esta vez: la certeza de que no alcanza con marchas para frenar la monstruosa fábrica de cadáveres que supimos conseguir. Que falta algo más constante y más eficaz por hacer. Algo que ponga el foco en donde aún no está: la responsabilidad del Estado en lo que sucede. Porque en la Argentina se asesinan mujeres y niñas a diario sin que una sola instancia del poder acuse recibo. Mientras la marcha tenía lugar, de hecho, la unidad fiscal especializada en violencia de género pasaba a mejor vida. De esa clase de «pequeñeces» se alimenta la masacre de cada día.

Sospecho pues que nuestro problema no es lo macro (la marcha, la red social y toda otra forma de lo multitudinario), sino lo micro. La noticia que pasa sin más, el aviso que muestra a la mujer corriendo desaforada dentro de un shopping, llena de bolsas, mientras el marido se infarta por lo que ella «le» gasta. El mozo que le habla a mi novio en vez de a mí para saber qué vamos a ordenar. La madre del colegio que pide que nenes y nenas voten por separado quién los acompañará en el viaje de fin de curso. El sexismo se atomiza, sin desaparecer del todo, en cada pequeño escenario cotidiano. Y así dejamos que sea, que se replique, que se expanda. Que se vuelva invisible como el aire.

Los hoy extintos Selk’nam tuvieron alguna vez un ritual de iniciación para los adolescentes varones. Se llamaba El Hain y fue analizado, entre otros, por Anne Chapman. Durante el rito ,se les contaba cómo fue que alguna vez los hombres habían logrado dominar a las mujeres. Se les revelaba que alguna vez ellas habían mandado sobre ellos hasta que se rebelaron y las asesinaron a todas, a excepción de las niñas. El Hain, un ritual que se extendió hasta 1933, contaba cómo se había pasado del matriarcado al patriarcado. Y qué se debía hacer para no volver nunca más a ese estado de cosas. «Todos los temores de los varones se concentran en el grupo de mujeres», dice al respecto al psicoanalista César Hazaki, hablando de ese mismo mito. «Es contra ese poder que los hombres se rebelan y fundan su alianza. Se unen por este asesinato masivo de mujeres. El odio es al género, contra el grupo, van contra todas.»

En los diez días previos a la marcha se mató a doce mujeres. Una embarazada, una señora de 83 años, otra de 45. Adolescentes y ancianas, muertas por parejas, ex parejas, conocidos. Hubo puñaladas, torturas y hasta una quemada. Pero nada de eso ocurrió en el tiempo mítico de los Selk’nam, sino en la Argentina de 2016. Durante la marcha, mataron a dos mujeres más. El domingo, a tres. Una beba de siete meses -y también su hermano, de 11- pelea por su vida mientras escribo. Las voces que se alzaron horrorizadas por las pintadas groseras en el Cabildo nada dijeron esta vez. El crimen no suele manchar las paredes de casas ajenas.

¿Cómo salimos de esto ahora? ¿Por dónde? ¿Con qué herramientas? Sinceramente, no lo sé. Pero la educación en equidad y derechos desde el vamos no parece un mal comienzo. Aunque lo alarmante tal vez no sea la propia desorientación, sino que quienes sí deberían estar generando propuestas, legislación y hasta programas antisexismo en todos los niveles educativos sigan sin ver. Sin notar que -más allá de la obligada foto que unió a Aníbal Fernández y a Juliana Awada en el mismo pedido de «Ni una menos»- con esto no alcanza. Y, peor aún, que crea la falsa impresión de avance cuando la riada de muertas dice otra cosa. «Lo que debemos evitar a todo precio es la buena conciencia, que siempre es una conciencia falsa», dice Morin. Coincido. Me niego a pedir, a modo de súplica, no ser asesinada. ¿Vivas nos queremos? ¿Sólo eso? Me niego a cualquier reclamo que no lo atraviese todo, desde nuestras elecciones políticas hasta nuestras decisiones de compra. No quiero un exorcismo colectivo una vez al año: quiero (queremos tantos) leyes, sanciones, estadísticas y políticas que ayuden a revertir este desastre desde el origen. Desde la base, y antes de que la violencia se vuelva cadáveres. Dar las microbatallas sin cámaras, sin red social. Sin red, tan siquiera. Eso queremos. Las luchas que aún no se han dado, colegio, casa y Congreso adentro. Las que no han sucedido aún y quizá puedan detener la matanza.

*De «Violencia de género: las batallas que aún están pendientes», por Fernanda Sández, para La Nación del martes 25 de octubre de 2016.

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